Es curioso cómo se han convertido los emprendedores en objeto de deseo político. No hay político que no se presente como su amigo y partidario. Esa pasión pro-emprendedora es casi totalmente transversal. Los socialistas, por ejemplo, que pueden ser hostiles a la libertad, y por tanto a los empresarios, se apresuran a colocarse los primeros en la lista. Alfredo Pérez Rubalcaba proclamó sin ambages en la reciente campaña electoral: “me voy a partir el pecho por los emprendedores”. Convengamos que esto es bastante raro. ¿Cómo pueden los socialistas apoyar a quienes fundamentan en el mercado su razón de ser y su beneficio?
Una actitud que cabe al respecto es simplemente ignorar los mensajes políticos de este tenor, descartándolos por falaces e hipócritas. Pero no creo que sea la actitud más conveniente, primero, porque la retórica intervencionista es reveladora de las preferencias y estrategias de los enemigos de los empresarios, y, segundo, porque el cántico equívoco en pro de los emprendedores no es algo que se limite a la izquierda sino que es compartido por todo el arco parlamentario. Por ejemplo, Mariano Rajoy anunció antes de su victoria que se propone aprobar una ley para emprendedores.
A menudo sucede que simulan ser defensores de los empresarios quienes sólo quieren un tipo particular de empresario. Llama la atención en ese sentido que la retórica políticamente correcta haya dejado de hablar de empresarios y sólo utilice la expresión “emprendedores”. Temo que la distinción apunte a socavar la libertad, y a sumergir al empresario en arenas movedizas. Así, se emplea la palabra emprendedor porque suena como a menos dañino que el empresario clásico, ya se sabe, codicioso, explotador, contaminador, discriminador, etc. etc.; con la expresión emprendedor, igual que con la “responsabilidad social corporativa”, se dibuja el perfil del empresario que interesa al poder, es decir, el que obedece.
Desgraciadamente, el peso de las Administraciones Públicas es tan enorme, y la propagación de mensajes que propician la sumisión es tan profusa, que el antiliberalismo cala en una parte del mundo empresarial, y hay organismos privados, o semi-privados, que cultivan las cálidas ficciones del pensamiento único, colocan el peso de la obediencia y la responsabilidad en las personas y las empresas, y fantasean con que el Estado es una suerte de sociedad benéfica, que cobra para dar servicios y que se esfuerza por cubrir nuestras necesidades diarias; lógicamente, todos los impuestos que
recaude una institución tan angelical estarán bien cobrados, y los ciudadanos hemos de pagarlos porque debemos ser responsables y ayudar a mantener mejores condiciones de vida, etc. etc. Estos bulos son propagados a veces por entidades supuestamente defensoras de las empresas.
¿Cómo abrirnos camino en esta Torre de Babel? ¿Cómo distinguir a quien quiere apoyar a los emprendedores y a quien sólo quiere zancadillearles?
Propongo un criterio sencillo: ponderar qué grado de libertad están dispuestos a conceder los gobernantes a los empresarios. Este criterio invita a recelar de los que dan grandes voces a favor de los emprendedores pero no les bajan los impuestos, ni suprimen las mil trabas de todo tipo que atenazan el trabajo, el ahorro, la inversión y la iniciativa empresarial. Invita, por tanto, a sospechar de la fatal arrogancia de quienes pretenden saber más que los empresarios sobre su propio negocio, y que siempre esgrimen excusas variopintas para intervenir en la vida interna de las empresas con numerosas zancadillas, todas ellas rodeadas de bellas y progresistas consignas que en realidad apuntan a someter al empresario.
En cambio, este criterio subraya otra labor de los políticos, mucho más modesta pero mucho más eficaz a la hora de apoyar a los emprendedores, a saber, procurar dejarlos en paz.
Por Carlos Rodríguez Braun, doctor en Económicas
jueves, 26 de enero de 2012
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